martes, 22 de noviembre de 2016

Cuento infantil: "El gato con botas"


                                El gato con botas


Hace muchísimos años que en una aldea llamada Pocacosa, su único molinero acababa

de morir. Dejaba, además de tres hijos, su molino, un burro y un gato, no demasiado si había que repartirlo entre los tres. El mayor, haciendo valer sus derechos, se quedó con el molino. El mediano, por la misma razón, se apropió del burro, alegando que transportando la leña en él, podría ganarse honradamente la  vida. Y  en cuanto al pequeño, mirando tristemente su propiedad, dijo:

Ya ves Gato, el regalito que me ha caído en suerte. No vas a serme de ninguna utilidad, pero tengo que alimentarte. Vas a tener que dedicarte a la caza de ratones.

-¡Quiá, amo mío! ¡A ti te ha tocado el mejor regalo, que soy yo! No te rías, no.
¡Aviado estoy, sin otro capital que tú!

-Tranquilo amo. Confía en mí y te irá bien.

-En el desván del molino que hay un arca con ropas de algún antepasado fachendoso. Ve y tráeme un sombrero unas botas y una casaca de terciopelo. Lo demás es cuenta mía- dijo Gato, sin amilanarse.

Como no tenía cosa mejor que hacer, el muchacho obedeció. Y hasta se le escapó la risa viendo al Gato vestido y compuesto con tan rara facha.

-Si ríes es porque todavía no te has enterado de lo listo que soy -dijo el animalito, dándose importancia-. Por cierto, necesito un saco.

Aunque entre burlas, el muchacho le proporcionó lo que pedía. Saco en ristre, el Gato se fue al monte, puso una zanahoria dentro del saco y en cuanto un conejo cayó en la trampa, se lo llevó luego de atar el saco por la boca para que no pudiera escapar.
Causando la admiración de los transeúntes que le veían pasar, se dirigió a Palacio.
Cuadrándose ante el centinela, explicó:
-Tengo audiencia con Su Majestad, el Rey Soberano.
Su audiencia le facilitó la entrada, ya que un Gato que habla no es cosa de todos los días.
¡Algo tendría aquel minino!
Ya ante el Rey, Gato saludó así:
-Majestad, vengo de parte de mi amo, el Marques de Carabás, a traeros en su nombre el mejor conejo que había en el monte, juntamente con sus saludos.
-Muy agradecido, Gato. Llévale saludos a tu amo y dile que tendré mucho gusto en conocerle. Es raro... no me suena su nombre. No creo haberlo oído jamás.
-¡Oh, nada tiene de extraño! Es un joven muy modesto a pesar de su alta alcurnia, sus innumerables riquezas y gran postura -prosiguió aquel redomado embustero.

Tras una reverencia exquisita y un barrido del suelo con la pluma de su sombrero, el Gato salió del regio salón caminando hacia atrás.

Ni qué decir tiene que el monarca sentía su curiosidad al rojo por aquel desconocido Marqués de Carabás que se gastaba un mensajero de tal calibre.
¡Vaya, vaya, vaya! murmuró para sí, pensando en su díscola hija, la princesa heredera, a la que no había modo de casar porque nadie le gustaba. Si el marqués era tan importante... tan rico... tan apuesto...
En adelante, utilizando mil tretas, el Gato siguió llevando presentes al crédulo soberano.
El animalito, en tanto, preparaba a su amo. 
A fuerza de sus idas y venidas de palacio, nuestro Gato se enteraba de todo y supo que al día siguiente el Rey salía de viaje con la Princesa. El astuto minino se llevó al joven a la orilla de un río, cerca del cual debía pasar el carruaje regio y cuando lo oyó llegar apremió al joven para que se quitara la ropa y fuera al gua.
Aunque sorprendido, el muchacho obedeció, no sin extrañeza ante las órdenes que se le daban. Rápido, el Gato escondió las viejas ropas y empezó a gritar pidiendo auxilio como un desaforado.

Al oír los gritos y reconocer al personaje, el Rey hizo detener el carruaje. El Gato se acercó todo alborotado y explicó sin enrojecer...

-¡Oh, Majestad! Unos ladrones han robado la ropa de mi amo, el Marqués de Carabás, mientras se bañaba en el río y ahora no puede salir del agua.
-¡Caramba, carambita! Sí que es un apuro. ¡Lacayo, abre mi baúl y saca mi mejor traje y todo lo necesario para que el Marqués de Carabás pueda vestirse adecuadamente y venir a saludarnos! ¡Anda rápido!
Es Gato se relamía de gusto. Todo estaba saliendo según sus deseos.
Minutos después, nadie podría haber conocido al hijo menor del difunto molinero, con aquellas suntuosas ropas de raso que le hacían aparecer un Rey. Tan apuesto estaba, que a la hermosa princesa los ojos se le abrieron como platos. Por otra parte, supo saludar con soltura a los regios personajes. Muy complacido, el soberano le invitó a acomodarse en su carroza en medio de las sonrisas de la hija del Rey, la joven más bella del reino.
Y mientras tanto, Gato, que no había terminado su cometido, se adelantaba a la carrera y a cuantos campesinos hallaba les daba esta orden.
-Esta al llegar el Rey y su hija, la princesa. Cuando os pregunte de quién son estas tierras, diréis que de vuestro amo, el Marqués de Carabás. Es una orden salida del propio Ogro, vuestro señor. Os va en ello la vida, amigos.
Porque, en efecto, inmensos territorios pertenecían a un Ogro que tenía a todos en un puño y al cual aunque disimulando, todos también odiaban. Pero, siendo tan poderoso, nadie tenía la osadía de oponérsele. Así que, también en esto, Gato acertó.
Ante cada grupo de campesinos, el monarca se detenía para saludarles y de paso, curioso, preguntaba a quién pertenecían aquellas maravillosas tierras, tan productivas.
Y desde todos  los grupos se le respondía:
-Pertenecen a nuestro amo el Marqués de Carabás...

El monarca estaba encantado de llevar a su lado a un tan riquísimo e importante personaje.

Un yerno así le convenía. Rico, guapo... Además, no se le pasaba por alto el interés que la rebelde Princesa parecía experimentar por el Marqués. Ya se veía aumentando el oro de sus arcas....
Y mientras tanto, el Gato, a la carrera, no se detenía por intriga más, intriga menos, mentira más...
Su osadía llegó hasta el hecho de llamar a la puerta del regio palacio donde vivía el potentado Ogro, el ser más rico del país.
Al ver a Gato, el ogro, cuyo nombre era Nubarrón, lució su más fiero talante.
-¿Cómo te atreves a presentarte aquí, basurilla?
-¡Oh, señor, me han asegurado que sois extraordinario! Pero no puedo creer que seáis capaz de convertiros en cualquier animal, como aseguran por ahí. ¡Ea, que no me lo creo, vamos!
-¿Que no ? ¡Ahora verás! -Y sin más, en medio de espantosos rugidos, se transformó en un león.
El Gato con Botas tuvo el tiempo justo de ponerse a salvo dando un salto impresionante hasta buscar refugio en la lámpara que colgaba del alto techo. Desde allí, con temblores en la voz, aunque tratando de disimular, fanfarroneó:

-¡Oh, bien, señor! Siendo tan grande como sois, convertiros en león es fácil. Pero...

-¿Seríais capaz de transformaros en animalito muy pequeño? Una ratita o así.
Las carcajadas de Nubarrón debieron oírse lejos. A consecuencia de ello, la panza se le movía como una tiovivo. Cuando pudo contener la risa, dijo:
-A pesar de tus botas y la pluma de tu sombrero, y también toda esa labia, tienes sesos de mosquito. ¡Augg! ¡Ahora verás, necio!
Tras aullido y amenaza, se convirtió en ratita. ¡Pues claro! El Gato había llegado a la interesante situación que convenía a sus planes y se lanzó en tromba sobre el insignificante roedor. Demasiado tarde, la mente de ogro que pervivía en la rata, comprendió el error. ¡Ay!, demasiado tarde! Antes de que se cambiara en otra cosa, nuestro Gato se lo zampó lindamente. En el mismo instante se oyó un retumbar de trueno y la calma volvió al lugar. Gato se dedicó a ir tranquilizando gente.
Y empezó por aleccionar a los criados diciéndoles que el Ogro había desaparecido tras dejar todas sus pertenencias al que sería su nuevo amo, el Marqués de Carabas.
Sobra decir que todos se sintieron felices, porque servir a un Ogro es lo pero que podía pasarle a nadie.

Hecho esto, el Gato se dispuso a recibir dignamente a la comitiva regia que estaba al llegar. Y cuando ésta se detuvo ante el palacio, los criados estaban en perfecto orden y todo dispuesto para recibir a tan altos visitantes. El Gato con Botas, más en gran señor que nunca, se inclinó ante los recién llegados y con una de sus más impresionantes reverencias, anunció:

-¡Bien llegados seáis, Majestad, princesa, al castillo de mi amo!
El Rey se deshacía en sonrisas; la princesa no se enteraba apenas de nada, porque no tenía ojos más que para el joven Marqués. ¿Y éste? El muchacho era más listo de lo que su Gato había supuesto y se adaptaba perfectamente a la situación, quizás porque se había enamorado de la Princesa y tenía que espabilar.
Pero casi no le hizo falta más. Durante el banquete que se les dio, entendiendo las miradas de su hija, el Rey rogó al Marqués que se casara con ella. Aceptó el algo precipitadamente y las bodas se celebraron entre la alegría de los súbditos del Rey y los del Marqués, tan bien tratados por su nuevo amo. El rey nombró primer Ministro al Gato y... ¡El Reino marchó de primera!

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